“EN EL ESPEJO DE MIS MADRES”. Felicidades en el día de la Madre.
“…¡Las manos maternales aquí en mi pecho son
como dos alas quietas sobre mi corazón!
¡Las manos de mi madre saben borrar tristezas!
¡Las manos de mi madre perfuman con terneza!.”
(Alfredo Espino: Las manos de mi madre)
Amo a la mujer, con todas sus cualidades y temperamento; augurios y desventuras; momentos y episodios. No puedo menos que admirarlas, mi segunda madre, la que me parió, me enseñó a valorarlas… de su pecho amamanté los instrumentos con que me han abierto paso en la vida: solidaridad, responsabilidad, empatía, amor por el trabajo; fidelidad y amor a Dios, a su familia y a ella misma; humildad y paciencia en los momentos difíciles…
Cuando adolescente, sus manos me inyectaron: disciplina, constancia, valor, fe en el futuro…sus dedos acariciando mi pelo y enjugando mis lágrimas, fueron “la espada del augurio” (¡ohhhhhhh!), que me ayudaron a ver más allá de lo evidente. Por ella aprendí lo que significa el prever para el futuro, el trabajo en familia. En los diciembres nos íbamos a las cortas de café en la Finca San Rafael de Santa Tecla, gracias a ello teníamos para continuar los estudios del siguiente año, incluso ya cuando ingresé a la Universidad.
“El trabajo ennoblece al hombre”, siempre me dijo ella. “Lo que se empieza, se termina”, “a Dios rogando y con el mazo dando”… Sus palabras y ejemplo han cincelado mi pensamiento y destino.
Las manos de mi segunda madre, vendía frutas y verduras; hortalizas y cereales, que mi primera madre le prodigaba, para la subsistencia de un ecosistema familiar.
Debo entonces agradecer en este día de la madre, no solo a la mujer que me trajo al mundo y por quien siento amor por la vida y sus retos; también a mi Madre Tierra, quien desde que nací me acogió en su seno, ha prodigado aire, agua, y alimentos, fecundada por el Padre Sol, ha cubierto de calor mi frío y de aguas mis desiertos. En el silencio de soledades absolutas y macabras depresiones, de una ruta de migrantes hacia el sueño Imperialista, en momento en que solo los grillos dialogaban, las manos de mi Madre Tierra, cual parras de bambú me dijo que no estaba solo. Corría el año de 1990.
Sin “coyote”, ni amigos, conocí el terror por el cual lloran los hombres y defecan lo más íntimo. En posición fetal Ella me envolvió en su seno y al igual que cuando nací, pateando 19 años, fui amamantado por agua de sus ríos, por carne cruda de los crustáceos más grandes que mis ojos han visto. Sus manos hormigas, con dedos de pequeños trozos de madera moldeados por las micorrizas, se anidaron en mi pelo (hoy perdido). Allí supe que no estaba solo, mi primera Madre, la más vieja de todas las madres, se hacía presente, en respuesta a las plegarias de aquella que me conoce mejor que yo.
Amo a la mujer, con todas sus cualidades y temperamento; augurios y desventuras; momentos y episodios. No puedo menos que admirarlas, mi segunda madre, la que me parió, me enseñó a valorarlas… de su pecho amamanté los instrumentos con que me han abierto paso en la vida: solidaridad, responsabilidad, empatía, amor por el trabajo; fidelidad y amor a Dios, a su familia y a ella misma; humildad y paciencia en los momentos difíciles…
Cuando adolescente, sus manos me inyectaron: disciplina, constancia, valor, fe en el futuro…sus dedos acariciando mi pelo y enjugando mis lágrimas, fueron “la espada del augurio” (¡ohhhhhhh!), que me ayudaron a ver más allá de lo evidente. Por ella aprendí lo que significa el prever para el futuro, el trabajo en familia. En los diciembres nos íbamos a las cortas de café en la Finca San Rafael de Santa Tecla, gracias a ello teníamos para continuar los estudios del siguiente año, incluso ya cuando ingresé a la Universidad.
“El trabajo ennoblece al hombre”, siempre me dijo ella. “Lo que se empieza, se termina”, “a Dios rogando y con el mazo dando”… Sus palabras y ejemplo han cincelado mi pensamiento y destino.
Las manos de mi segunda madre, vendía frutas y verduras; hortalizas y cereales, que mi primera madre le prodigaba, para la subsistencia de un ecosistema familiar.
Debo entonces agradecer en este día de la madre, no solo a la mujer que me trajo al mundo y por quien siento amor por la vida y sus retos; también a mi Madre Tierra, quien desde que nací me acogió en su seno, ha prodigado aire, agua, y alimentos, fecundada por el Padre Sol, ha cubierto de calor mi frío y de aguas mis desiertos. En el silencio de soledades absolutas y macabras depresiones, de una ruta de migrantes hacia el sueño Imperialista, en momento en que solo los grillos dialogaban, las manos de mi Madre Tierra, cual parras de bambú me dijo que no estaba solo. Corría el año de 1990.
Sin “coyote”, ni amigos, conocí el terror por el cual lloran los hombres y defecan lo más íntimo. En posición fetal Ella me envolvió en su seno y al igual que cuando nací, pateando 19 años, fui amamantado por agua de sus ríos, por carne cruda de los crustáceos más grandes que mis ojos han visto. Sus manos hormigas, con dedos de pequeños trozos de madera moldeados por las micorrizas, se anidaron en mi pelo (hoy perdido). Allí supe que no estaba solo, mi primera Madre, la más vieja de todas las madres, se hacía presente, en respuesta a las plegarias de aquella que me conoce mejor que yo.
Felicidades a todas las madrecitas en su día.
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